¿Qué hacer cuando un hijo se niega a ver a su padre tras el divorcio?

La negativa de un hijo a ver a su padre tras una separación o divorcio no es solo una escena dolorosa: es una llamada de atención que exige ser escuchada con inteligencia emocional, conocimiento legal y mucha prudencia. Ni minimizar el conflicto ni sobredimensionarlo ayuda. Tampoco sirve convertirlo en una batalla entre progenitores. La situación requiere comprensión, análisis y decisiones que protejan al menor y respeten los derechos de ambos progenitores.

Desde una perspectiva jurídica y psicológica, esta negativa puede estar motivada por múltiples factores: una ruptura abrupta, tensiones familiares mal resueltas, falta de vínculo previo, influencia del entorno o incluso un sentimiento leal hacia la madre. A veces, hay razones legítimas detrás de esa resistencia; otras veces, no tanto. La dificultad está en saber distinguir, intervenir a tiempo y actuar con rigor.

 

No se trata de un «capricho» infantil

Uno de los mayores errores es tratar este tipo de rechazo como si fuera una fase pasajera, una rabieta o una reacción sin fundamento. Forzar el contacto de forma abrupta puede ser tan contraproducente como ignorar el problema. El menor no solo tiene derecho a ser escuchado, sino que su voluntad —especialmente a partir de cierta edad— adquiere relevancia jurídica. Ahora bien, el hecho de que quiera algo no significa que deba aceptarse sin más.

Lo que debe analizarse en profundidad es si esa negativa expresa una decisión autónoma, madurada y coherente, o si, por el contrario, es fruto de un conflicto de lealtades, una presión externa o una situación que ha erosionado el vínculo paterno. En muchos casos, no es que el hijo no quiera ver a su padre: es que no sabe cómo hacerlo en un contexto lleno de tensión, resentimiento o ausencia de comunicación real entre los adultos.

 

El derecho de visita no es automático

Cuando un hijo expresa rechazo hacia uno de sus progenitores, la situación debe abordarse con especial cuidado. Desde el punto de vista jurídico, la opinión del menor no se ignora: al contrario, los tribunales están obligados a tenerla en cuenta siempre que tenga suficiente juicio para formarla. Esto se hace mediante mecanismos como la exploración del menor o la intervención de profesionales especializados.

En este contexto, el principio del interés superior del menor actúa como criterio interpretativo: no impone una solución concreta, pero obliga a valorar si lo que el menor expresa coincide con su bienestar a corto, medio y largo plazo. Lo que el niño dice, lo que necesita emocionalmente y lo que puede beneficiarle desde una perspectiva evolutiva no siempre coinciden, y ahí es donde cobra sentido una evaluación más profunda.

Por tanto, no se puede extinguir un régimen de visitas solo porque el menor se niegue. Pero tampoco puede mantenerse de forma automática si esa negativa revela un conflicto que le afecta emocionalmente (más información). En muchos casos, se opta por soluciones adaptadas: ajustes temporales, supervisión, acompañamiento terapéutico, mediación… No se trata de imponer contacto a cualquier precio, sino de analizar si es viable —y saludable— restablecer el vínculo, y en qué condiciones.

 

Evitar la guerra entre progenitores

Detrás del rechazo a un progenitor puede esconderse, en ocasiones, una forma sutil de manipulación o alineación parental. Sin necesidad de caer en etiquetas ni juicios, lo cierto es que cuando un niño percibe hostilidad entre sus figuras de referencia, tiende a protegerse alineándose con una de ellas, a menudo por miedo a decepcionarla o perder su aprobación. Este fenómeno puede ser inconsciente, pero su impacto es muy real.

Por eso, más allá del conflicto entre adultos, lo importante es ofrecer al menor un entorno emocionalmente seguro. Si uno de los progenitores —o ambos— utiliza el contacto con el niño como arma o moneda de cambio, el daño es inevitable. Lo más saludable, en estos casos, es acudir a profesionales (psicólogos infantiles, mediadores familiares, terapeutas especializados en rupturas) que ayuden a desactivar el conflicto sin culpabilizar al menor.

 

¿Qué hacer desde el punto de vista legal?

Si la negativa del menor se mantiene en el tiempo y empieza a afectar al régimen de visitas, es fundamental documentar la situación con seriedad. Esto implica, entre otras cosas, contar con evaluaciones psicológicas si son necesarias, registros de los intentos de contacto y, en su caso, apoyo profesional que acredite si existe un conflicto parental o si el menor necesita protección adicional.

Modificar judicialmente un régimen de visitas no es una decisión trivial. Requiere probar que el cambio es necesario para preservar el bienestar del niño. Pero también existe la posibilidad, en algunos casos, de solicitar la intervención de equipos psicosociales adscritos al juzgado para emitir informes que orienten al juez sobre cómo actuar. No se trata de litigar por litigar, sino de dar pasos sólidos y éticamente responsables.

 

El tiempo y el silencio no lo curan todo

Hay situaciones en las que el progenitor afectado —a menudo el padre, pero no exclusivamente— decide “esperar a que el niño crezca”. Aunque la paciencia y la prudencia son valiosas, el retraimiento pasivo no siempre ayuda. La ausencia prolongada puede cristalizar el distanciamiento y agravar la percepción del niño. Lo que pudo haber sido un problema relacional o comunicativo, termina convertido en indiferencia emocional.

El reencuentro, en estos casos, no debe improvisarse. Tiene que estar guiado por profesionales que garanticen un proceso gradual, respetuoso y adaptado a la edad y al estado emocional del menor. Y siempre con una máxima en mente: el objetivo no es ganar una batalla, sino reconstruir un vínculo que beneficie al hijo a medio y largo plazo.

 

En definitiva, cuando un hijo se niega a ver a su padre, el conflicto trasciende lo jurídico y toca lo más sensible del vínculo familiar. No se resuelve desde la imposición ni desde la resignación. Requiere una intervención equilibrada que combine acompañamiento psicológico, criterio legal y, sobre todo, un cambio de actitud por parte de los adultos.

El niño no necesita decidir entre uno u otro. Necesita saber que ambos padres están disponibles, emocionalmente presentes y dispuestos a entender su malestar. Solo así podrá recuperar la seguridad afectiva que tal vez perdió cuando la relación de pareja se rompió. Porque la separación puede acabar con el vínculo conyugal, pero no debería romper el amor ni la responsabilidad hacia los hijos.

*Si te encuentras en una situación similar a la detallada en los párrafos anteriores, no dudes en ponerte en contacto con nuestro despacho de abogados especialistas en Derecho de Familia.